Guardo los pequeños momentos bonito en un sitio de mi mente bien a salvo. Es como una caja fuerte que sólo se abre cuando lo pienso.

Antes creía que era un espacio que debía ocupar con las grandes cosas que se esperan de la vida: un gran título, un gran momento, una gran nueva relación, un gran éxito profesional o personal, todo grandes proezas. No era un sitio que ocupar con las pequeñas cosas.

Debía ser una vitrina de trofeos brillantes, de los que hablar con la boca llena.

Y a veces, cuando estaba mal y quería animarme, o cuando estaba bien y quería recordar, miraba la caja con esos momentos. Y no sentía nada. Me daba más felicidad pensar en las pequeñas cosas que me ayudaron a alcanzar los éxitos, y entonces la descubrí.

Detrás de los títulos, de los días marcados en el calendario, de esos momentos de los que la gente habla, esos momentos que la gente ve, estaba todo lo demás. Una caja grande de cartón llena de recuerdos: las veces que me escucharon hablar cuando tenía un problema, andar por el campo en otoño no sintiendo nada más que el frío y los pies en el camino, los mensajes, las tardes que no estudié sola, las noches en las que no podía más y me dieron risa, la carretera en invierno, el brasero el día de Reyes, el agua en verano, las flores en primavera, ...

No podría decir una palabra sin asociarla a un momento que me hizo feliz. Serán más de un millón. Con gente que está, con gente que estuvo y no estará más, con gente que estuvo y siempre vuelve a estar. En eso pienso ahora, en todo lo que he sentido y aprendido, y no me creo que esté tan lejos y que aún me quede tanto.

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