Fin.

Llevaba años planeando ese momento y, por fin, llegó. No me temblaba el pulso, estaba decidida. Quería hacerlo.
Esperé a que todo el mundo se hubiese ido de casa en aquella tarde de viernes trece. Dejé una carta en el salón, dos bajo la almohada de mis padres, una bajo la de mi hermano y tres en la mesa de la cocina con los nombres de las tres personas a las que debían llegarles. Cogí la mochila y bajé las escaleras por última vez. Sonreía de verdad. Conocía perfectamente los pasos que había de seguir y simplemente lo hice. Llegué allí, a aquel parque tan alejado del pueblo y de la vida real, con esa hermosa pendiente al mar azul. Tiré la mochila en el suelo y me apoyé sobre un muro inestable como mi vida en aquellos momentos. Disfruté aquellos instantes. Eran las siete de la tarde. Aún hacía calor. Esperaría un par de horas, hasta el anochecer. Me asomé un par de veces al acantilado del que mi  vida dependía. Volvía y me apoyaba en el muro. Bebía cerveza y escuchaba aquella canción, una y otra vez. Sonrisas y lágrimas se entremezclaban en mi pálida tez. Susurraba en mis labios las letras infinitas. Estaba siendo feliz dejando de ser. Empecé a tomar pastillas que me provocaban dudas, hacían bailar a las nubes y todo giraba. El tiempo pasaba rápido. A través de mis ojos cansados vi como el sol se apresuraba a chocar contra el horizonte azul y supe que había llegado el momento. Me acabé de un trago la cerveza, tragué las últimas cinco pastillas, hundí la cuchilla bajo la piel de mis brazos por última vez. Coloqué los pies al borde del acantilado. Había más altura de la que pensé. Empecé a tambalearme. Extendí un brazo y las gotas de sangre cayeron al agua furiosa, que abrió su boca con ansia, como esperando más. De repente oí una voz que me gritó que parase. Me giré confusa y, entre brumas, lo vi correr hacia mí. Llegó corriendo como alma que lleva el demonio y se paró a escasos pasos. Me rogó que no lo hiciese, que me necesitaba. Me extendió una mano en señal de apoyo. No sé si fue causa del alcohol, las pastillas o la presión, pero accedí. Agarré su mano con firmeza. Justo en ese momento sonrió, y yo también lo hice. Pero entonces vi en sus ojos esa chispa, esa malicia, ese odio hacia mí que yo misma sentía. Retorció mi brazo y me lo puso en la espalda, anulando cualquier resistencia. Me colocó en la justa posición que tenía antes de que llegase, y me empujó al vacío.
 No permitió que fuese yo quien se fuera, tenía que echarme él a empujones.

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