Desesperanza.

Era un jardín de flores blancas y lilas con un aroma a dulce en la brisa que le acariciaba las mejillas y mecía su hamaca. Se sentía tan bien. Su piel empezaba a coger color dorado por el sol y ella solo cerraba los ojos dejándose acariciar por los rayos de luz de la tarde. No había marcas en su cuerpo, más que lunares y alguna mancha de nacimiento. Su pelo largo y oscuro caía y llegaba hasta el suelo. Estaba guapísima y lo mejor de todo era que así se sentía ella. Miraba su reflejo en todas partes y cada vez le gustaba más lo que veía. No solo se sentía bien con su reflejo, también se sentía bien con el resto de la gente. Hablaba con todo el mundo, reía, abrazaba. Solo se arrepintió de no haber vivido así más tiempo, no parecía tan difícil de conseguir. El tiempo pasaba y cada vez brillaba el sol con más fuerza. Se enamoró de alguien y su amor fue correspondido, miraba en sus ojos lo inmenso de su felicidad. Ojalá todo fuese así para siempre.


El señor de bata blanca contempló extrañado la sonrisa en la cara pálida de la joven de pelo negro que estaba tumbada en la camilla. Abrió los ojos lentamente al escuchar las voces alarmantes de quien la rodeaba. Todos parecían agobiados. Vio a su madre de fondo, envuelta en el pecho de su padre, que derramaba una lágrima. Miró sus muñecas y supo lo que había pasado. Ya solo encontraba la felicidad en sueños, y ni ahí lograba complacerla. Había vuelto a intentar suicidarse. Un nuevo fracaso.

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