El arte de hablar con los ojos.

Parte II.

Nina volvía a estar en aquel mismo lugar donde su vida había dado un vuelco hacía solo unas horas. Se sentía extraña. No estaba esperando al tren, lo estaba esperando a él. Pasaron mil trenes y él no apareció. "Solo fue una maldita ilusión", pensó para sus adentros. No debía ilusionarse, siempre le pasaba igual. Y allí estaba ella, sentada esperando algo que sabía que no iba a llegar, maldiciéndose por haber caído en las redes de aquellos ojos verdes y con un nudo en la garganta que le oprimía todo el pecho.

- Hola.

La voz grave de Santiago sonó como un susurro pero estalló mil bombas en su pecho. Nina lo miró y no podía creerlo. Por primera vez, había pasado. Su instinto no le falló.

- Hola. - Dijo con una firmeza asombrosa.
- No sabía si estarías aquí, pero ciertamente tenía ganas de verte.
- Yo... no supe localizarte. Y pensé que si viniste en tren, debías volver a cogerlo.
- Me gusta tu forma de pensar, ojos negros.

Se sintieron tan bien hablando el uno con el otro. No sabían más que sus nombres, pero estando juntos sabían quiénes eran ellos mismos. Eran un rompecabezas que todo el mundo daba por imposible resolver. Se aferrarían a ese equilibrio para siempre.

- ¿Te gustaría ir a algún lado? 
- Es un poco tarde, ¿no crees?
- Sí. Llevo esperándote toda mi vida, llegas un poco tarde. Pero no puedo perder ni otro segundo.

Nina pensó que su corazón estallaría en cualquier momento. Él la hacía sentir en una nube fuera de los límites. Sus palabras sonaban tan firmes, tan seguras. Santiago se sorprendía, ya que siempre le costó hablar con la gente y más con una chica como ella. Pero nada era igual cuando ellos estaban juntos. ¿Saben lo que debe ser eso? Sentirse uno mismo, encontrar su lugar en el mundo al verse reflejado en las pupilas de otro. El bienestar les invadía. Y como no quisieron seguir el uno sin el otro, fueron juntos a pasear entre multitudes invisibles. No existían los silencios incómodos entre ellos, solo los silencios de placer. Andaban entre mil personas, pero no había nadie alrededor. Cuando se sentían cerca iban a otro mundo que nadie podía ver, ni sentir, ni siquiera intuir. Tenían tanto que decirse que hablaron durante horas sin decirse nada. Las palabras iban y venían de sus labios pero ellos se centraban en otras cosas: en la forma de los labios al hablar, en el dulce vaivén del pestañeo, en el ritmo de sus latidos en los momentos de silencio. Las horas pasaban pero el tiempo no. Descubrieron la eternidad en aquellas horas de noche. 
Los días pasaban y Nina y Santiago se encontraban cada mañana al coger el tren y cada noche antes de coger el último de vuelta a casa. Hicieron de la rutina algo completamente nuevo y lleno de emociones nuevas. Poco a poco fueron conociéndose, y mientras más se conocían, más estaban seguros de que eran todo lo que querían en la vida. Pero las personas tienen secretos oscuros bien ocultos, y a veces, tardan mucho en abrirlos al resto. Y no es que no confiaran el uno en el otro, pero hay cosas que las palabras no pueden decir y solo el tiempo descubre. Un día es una lágrima, otro día es un ataque de nervios, otra vez es un desmayo, una cicatriz, un suspiro más largo de lo normal. ¿Cómo iban a saber todo lo que escondían? Tenían miedo. Sus miedos les provocaban más miedos. "Si llegara a conocer mis más negros secretos, mi lado más triste, ¿me querría igual?", Nina y Santiago se hacían la misma pregunta. Y ninguno lo sabía, pero ambos lo intuían. Se sentían atraídos por sus inseguridades ocultas.

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