El arte de hablar con los ojos.

Dos miradas que se cruzan, dos vidas que se unen en un instante por hilos invisibles de los que solo ellos son conscientes. Hace un instante, dos parpadeos atrás, sus vidas eran tan vacías como la taza del café que habían dejado en sus respectivas cocinas hacía solo unas horas, pero una extraña sensación de plenitud les recorrió el cuerpo desde la punta de los dedos de los pies hasta el último rincón de su cerebro. Nadie podría explicar qué ocurrió en aquel momento, en aquel vagón de tren. En el instante en el que los ojos verdes de él y los ojos azabache de ella tomaron contacto saltaron chispas, pero fue tal la energía desprendida que ambos dirigieron su mirada hacia el suelo. Sintieron miedo ante tanta intensidad. Pero poco después, volvieron a necesitar sentir ese escalofrío, esa sensación tan intensa, y volvieron a mirarse. Esta vez durante un período superior de tiempo, suficiente para que ella esbozará una sonrisa inconsciente y a él le diera un vuelco el corazón. No podían dejarse pasar. El tren llegó a su destino. Uno de los dos podía bajar y esa sensación solo sería un sueño, todo parecía a punto de acabar. Pero ambos bajaron del tren. Su destino era el mismo. Y no, su destino no era en el que el tren los había dejado; su destino era encontrarse. Ninguno creía en el destino, pero comenzaron a dudar. A partir de aquí, todo se convierte en un dibujo de sonrisas difuminadas. Nadie puede explicar qué ocurrió en aquel lugar del universo, pero parecía que esas dos personas habían creado el suyo propio en medio de este caos. Sus manos se encontraron en un roce que les erizó hasta el último vello. Sus balbuceos en susurros apenas inteligibles para el resto del mundo fueron más que suficientes para entenderse por completo. Entre ellos existía una magia que nadie podía explicar. Cuando sus cerebros volvieron a funcionar, ella tomo la iniciativa.
- Hola, me llamo Nina. Te vi antes y... Pensarás que estoy loca.
Él se quedó inmóvil ante tal situación. Jamás pensó que pudiera ocurrirle tan sinsentido. Llevaba tanto tiempo anclado en una mala racha, que esta oleada de buena suerte le robó el aliento. 
- Yo soy Santiago. Y solo pienso que tienes el punto justo de locura.
Ni él pensó que aquellas palabras hubiesen salido de su boca. Era justo lo que estaba pensando, pero jamás habría encontrado la forma perfecta de decirlo. Pero al mirarla, todo pareció aclararse en su mente. No pudo evitar sentirse extraño, como todo aquel día. 
Él era bastante más alto que ella, pero incluso desde su perspectiva se dio cuenta de que ella era todo lo que había buscado. Nina era una muchacha dulce, de grandes proporciones, con los ojos tan oscuros como las noches en vela en las que Santiago soñó despierto con esta bocanada de aire fresco en la cara. Un auricular colgaba de su oreja derecha, y el otro estaba suelto, lo que le permitía escuchar su voz grave a la vez que su canción favorita. Debía ser como un sueño para ella, que se quedó perpleja ante los rasgos angulosos de su desconocido, la profundidad de los ojos verdes y la seguridad de su sonrisa tímida. Hubo un momento de silencio. ¿Qué se supone que habrían de decir? Nada. Porque el silencio delataba más de lo que las palabras pudiesen decir. Se entendían con la mirada, y poco a poco harían más uso de aquel lenguaje. Pero Santiago optó por un clásico para dejar todas las sorpresas para más adelante.
- Nina, ¿puedo volverte a ver?
- Yo ya estaba planeando cuándo.
- Cuanto antes.
- Solo nos queda el dónde.
- Donde sea.

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